Anoche tuve la oportunidad
de acudir a un espectáculo en el Circo Price de Madrid representado, nada más y
nada menos, que por Alejandro Jodorowsky.
Alejandro, este famoso
escritor, psicomago, tarotista, cineasta, director de teatro, escultor,
dibujante, escenógrafo chileno, muy conocido por sus sanaciones mediante la catarsis,
nos condujo a través de diversos ejercicios hacia un claro objetivo: la
felicidad.
Él sostiene que para que el
mundo cambie, primero tenemos que cambiar nosotros. Debemos romper esa jaula
mental que constituye nuestro refugio familiar, en la que nos sentimos cómodos,
y salir de ella para enfrentarnos al mundo como lo que somos realmente. Debemos
definirnos como seres libres y únicos.
El tipo es muy interesante y
divertido y yo estaba disfrutando de sus palabras hasta que nos propuso el
primer juego:
-
Levántense de la silla y busquen a una
persona completamente desconocida para ustedes. ¡Hagan parejas! Luego, en seis
minutos, cuéntenle su vida.
Ea. Ya la hemos liado. Yo,
que me confieso malajosa en determinadas circunstancias, estos “jueguecitos” me
ponen tensa, muy tensa. No me gustan nada, pero bueno, tampoco era para tanto,
solo tenía que buscar a un desconocido y hacerle un resumen de mi vida.
Mi compañero me contó desde
su nacimiento (“de nalgas”) hasta su complicado divorcio. Vale, eso estaba
chupado. Fácil. Yo te cuento, tú me cuentas -porque transcurridos los seis
minutos de monólogo, había que cambiar y el que había estado hablando,
escuchaba- y poco más. Pero ahí no quedó la cosa… A Alejandro se le ocurrió que
cuando el primero terminara su resumen de seis minutos, el compañero le dijera:
“Te escuché, te comprendo y te bendigo” y, no contento con tener que decir esas
frase, había que abrazarle. Joder. Si os digo que mi compañero desconocido era
mucho más alto que yo me creéis, ¿verdad? Pues ahí estaba yo, abrazada a un amigo
anónimo después de haberle bendecido. Al terminar de narrar el resumen de mi
vida, él me dijo las “palabritas mágicas” y volvimos a fundirnos en un abrazo.
Todo acabó, y volví a mi
asiento pensando: “Uf, menos mal, ya ha pasado”. Pero antes de posar el culo en
la butaca, nos dijo:
-
¡No te sientes todavía! Ahora busca a otra
persona desconocida y cuéntale tu vida no en seis minutos, si no en tres.
Mierda.
Esta vez encontré a una
chica e hicimos lo que nos había indicado el psicomago éste. Nos escuchamos, nos entendimos, nos
bendecimos y nos abrazamos, pero más rápido.
Cuando nos despegamos, yo ya
iba con la mosca detrás de la oreja, y sí, efectivamente, antes de colocar en
el mullido sillón mis posaderas, vuelve a pedirnos este honorable anciano
(tiene ya ochenta años, ¿no estará chocheando?) que busquemos a otro
desconocido y le contemos nuestra vida en un minuto. Pero, ¿qué pretendía? Pues
nada, otra vez revuelo en la sala y a la caza del extraño. Al menos esta vez la
agonía fue más corta: esperar unos eternos seis minutos delante de alguien que
sabes que tienes que acomodar entre tus brazos después de que te suelte algo
que, sinceramente, no te importa, es incómodo.
Nuevamente, y ya más serena
y confiada, volví hasta mi sitio. Ahora ya todo había pasado y seguiría
hablándonos de cómo llegar al estado catatónico ese que él propone para
liberarse. Nos contó de su maestro zen, de las familias… de las familias… y,
entonces, atacó por sorpresa nuevamente con un ejercicio mucho pero que el
anterior. Oh, señor, ¿por qué?
Lo que ahora nos pidió es
que hiciéramos “tríos de desconocidos”. El que se la “quedaba”, hacía de sí
mismo, y, los otros dos, de sus padres. Los “padres” se colocaban delante del “hijo”
y éste les reprochaba toooodas las cosas que él consideraba que habían hecho
mal en su vida. Luego, los tumbaba en el suelo y les decía: “Cuando te
levantes, papá, vas a cambiar esto y lo otro, o vas a ser tal, cual y Pascual”.
Los padres se levantaban, se colocaban frente a frente y pegaban las puntas de
sus pies, sus pubis, sus pechos, las cabezas, para unir todos sus chacras. El “hijo”
se situaba entre sus piernas, en medio de los dos, y simulaba su nacimiento,
pero antes, les decía lo que quería que sus padres le dijeran mientras estaba
aún en el vientre materno. El individuo nacía y la familia se abrazaba. Otro
puto abrazo. Mierda. Diez minutos por “hijo”.
Si entre su discografía se
encuentran temas como el “Remix de Parada” (Paquete con paquete) o ese otro
temazo “Pechito con pechito”, hubieran disfrutado por descontado.
El amigo Jodorowsky cree que
este ejercicio de diez minutos equivale a cuatro años de psicoanálisis. Difiero.
Quizás necesite esos cuatro años de psicoanálisis para cerrar la caja de
Pandora que se abrió en ese “momento trío”.
Resumen de la noche: 6
abrazos individuales y 3 en grupo, total 9 abrazos incómodos e indeseados.
Si tienen oportunidad de ir
a ver a Alejandro, no lo duden. Sin acritud. Pero qué corra el aire…